viernes, 4 de junio de 2010

Desarollo






Desarrollo:
Donde el llano empieza, se tiene San Andrés Ixtlán, viejo pueblo indígena del Sur de Jalisco; pardo relicario de los paixtles, cuyo colorido brillante suavizan los tonos grises de heno prodigado en su vestimenta.
Y junto al “hombre” y la “mujer”, constituyen una de las danzas más antiguas de México, conservada gracias a su limpia coreografía que no admite mistificaciones y a su atuendo casi vegetal. La cordillera provee de palo mezontle y otatillo para mascaras, resplandores y armazones. El paixtle debe recogerse lejos, en la sierra al otro lado del valle.
La danza única en su estilo, cautiva por la primitiva belleza de su indumentaria y el señorío de sus actores, y nos asoma al arcano del Chimalhuacán legendario.
Lo integran “el hombre”, la “mujer”, ascendidos a “Monarcas”, en su segunda resurrección, ocho “paixtles” o mas, dos “viejos” ahora, uno de ellos, como genio del monte todo semejante a las que llevan los “paixtles”.

Todos calzan huaraches sureños de doble suela y portan el la mano izquierda, “la cebolla”, a manera de cetro, adornada con cintas y abalios en torno a una flor. Con la mano derecha, empuñan la sonaja hecha de bulecirián, sólo el “paixtle” inmediato al “hombre” en lugar de “cebolla” porta una “mulita de otatillo”.
Inicia la danza con trémolos de sonajas y gritos extraños (utla), mantenimiento enhiesta la flor del cetro, en tanto la música, violín y vihuela, marcan su melodía.


Danzan con gravedad, todos tremolan las sonajas a la altura del pecho; levantan los codos llegados a la horizontal con marcada flexión de la muñeca y los bajan con fuerza a la posición inicial junto al tórax, al compás del paso y de la música, la sonaja y la rosa por delante, sin llegar a juntarlas.
Danzan a pequeños saltos sobre uno y otro pie, que desplazan adelante, dan medias vueltas y vueltas completas, algunos hacen caravanas, otros genuflexiones en la dirección del santo, como creyentes a la Meca, sin perder colocación, ritmo y dignidad.
La danza de desenvuelve con impresionante dignidad. Se advierte claro sentido esotérico y mágico. Invocan abundancia y fecundidad. Parecen actores clásicos de alguna danza ecuménica de genios o brujos vegetales en protectora liturgia.
Los paixtles podrían bailar una pavana, y “el hombre” pontificar un rito junto a “la mujer”.
La danza se desenvuelve con impresionante dignidad, en dos hileras por “los emperadores”, avanzan al extremo del “patio” regresan por el centro, para formar una sola fila, con “la mujer” y “el hombre”, en pareja, adelante. Vuelven a su primera posición, repiten al avance ahora por las orillas del “patio”.

El ruido sordo, pertinaz, acompañado de los huaraches en el suelo y las sonajas, nos ensordece al violín, y se impone con la vihuela, en su incesante: sschas, sschas, sschas… ¡utla! Los “horrendos gritos contrastan con su parsimoniosa elegancia.

Tan bella y sugerente danza fue vista por Lumholts a principios del siglo anterior, y creyó encontrarse con “la representación de la Madre Mocahue, la diosa huichola, la mujer más vieja del mundo: madre de los dioses y de la vegetación”.



“La mujer” representada por un hombre lampiño, viste largas enaguas negras con adornos rojos, blancos y verdes, camisa bordada de mangas cortas, rebozo terciado por la espalda y trenzas de ixtle.
“El hombre” viste calzón blanco ajustado a las piernas con bordado en las bajos a manera de polainas y un delgado reboso rojo atado en la cintura, camisa blanca y cubriendo los hombros, chalinas de vivo color, no lleva máscara.
El y ella, mujer y hombre, “monarcas” ostentan majestuosas coronas.

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